Un viento negro sopla en la noche mientras la lluvia arrecia y el relámpago pálido camina aterrado entre truenos. El camino desaparece de los pies. Una luz lejana brilla tenue. Exhalas vaho. Sientes tus manos rígidas. La capa de tela gruesa no te aleja de la intemperie. Sientes desnudo tu cuerpo en la inmensidad de la tormenta. Con tus nudillos de cristal golpeas la puerta de madera de una casa desconocida donde has visto el brillo de luz. Es una vela. Ahora lo sabes. Oyes el eco reverberar en la estancia. Golpeas de nuevo. Como el trueno ves los relámpagos sin poderlos atrapar, son difusos, raudos, y al nacer ya han muerto de antemano, son un instante en la oscuridad.
La puerta te abre a la calidez de la estancia. Tu cara se sofoca. Una mujer mayor se apoya en el quicio de la puerta reventada por el sueño. Tu frío muere. Con su cara de letargo te interroga. Hablas de la tormenta, del frío que traspasa tus ropas, de cómo el camino se perdió en la noche, del no saber dónde estás ni cómo has llegado hasta la casa, o de si es páramo, bosque o desolación donde te encuentras.
La mujer es una anciana. Te ayuda a entrar. Le das la capa aterida. Te acomodas en una mesa preparada eternamente para comer. Tomates, cabezas de ajo, aceite, un cuchillo, dos tenedores la adornan. Sólo falta un plato caliente te dices. La mujer lo trae humeante. Miras su cara de preocupación. Es una noche extraña comenta. Te habla del filo de la navaja, de cómo la esperanza se quiebra, y cómo lo bello se vuelve en trastorno. Escuchas un bebé llorar. No, no ha empezado ahora a llorar. Sus lágrimas son huecas. El tiempo está esparcido en su garganta ronca. Lo escuchas y te preguntas cómo no lo habías oído antes. Cosa del frío te dices.
Mientras el humo del plato caliente sacude tu paladar de cueva la mujer mayor ha ido hacia la estancia de donde provienen los lloros. Regresa con el bebé en brazos. No está más tranquilo, sigue llorando. Es hambre, te dice la mujer. El bebé no tiene ni tres horas. Es hijo de la tormenta y la noche. Huérfano, te dice la mujer, nada más nacer. Su madre yace en el cuarto. Un derrame al dar a luz lo ha barruntado todo de sangre. La vida le ha huido. No se ha podido hacer nada. La mujer acerca un trapo blanco mojado de agua y azúcar a los labios del recién nacido. El bebé lo rechaza.
La mujer te mira triste. Dio a luz con mi ayuda y la de los vecinos. Tras el desenlace hemos intentado que el bebé mame de la madre. No ha querido. En cierta forma lo sabe y llora su pena mezclada con la sensación de hambre que no entiende y que le destroza las entrañas.
La mujer te pregunta quién eres. Vas a dar dos respuestas. No sabes nada más. Ni de ti, ni de tu pasado. Te llamas Naéter. Buscas a tu hija perdida. Lo demás es un velo cruzado en el recuerdo. La anciana te pregunta si tienes leche. Levantas la vista. Sí, le respondes. Recuerdas a tu hija: con su cintura estrecha, sus ojos de agua, su pelo de sal y una sonrisa sin olvido. Sí, algo más recuerdas. Aunque no lo vas a compartir. Te levantas. Vas hacia la mujer. Dulce, coges al bebé y lo posas en tu regazo. Te vuelves a sentar. Muestras tu blanco pecho. Sólo una condición impones a la mujer mayor. Estás fatigada. Cuidarás al bebé el tiempo que tardes en reponerte. Durante tu estancia nada ni nadie debe molestarte. La mujer accede. Acercas el bebé. Le amamantas. Se alimenta con fruición. Acallas sus lloros. Cierra los ojos. El calor le inunda. Vivirás en la planta baja de la casa de la madre. Está cerca. Arriba vive un niño que nunca sale de casa. Prefiere no hablarte más de él. Insiste en que nadie te molestará mientras cuidas al bebé. Con el alba regresan los vecinos. Cogen el ataúd en sus brazos. Lo sacan de la casa. Lo cargan sobre sus hombros. En la puerta, con el bebé abrigado, miras partir a la pequeña comitiva. Tras una noche de lluvia los colores húmedos son más intensos. El ataúd y los vecinos son una sombra negra recortada contra el horizonte. El bebé duerme en tu regazo. Sueña sueños. Lo abrazas con fuerza contra tu pecho. Cierras los ojos. Sueñas sueño. Tu hija perdida: con su cintura estrecha, sus ojos de agua, su pelo de sal y una sonrisa sin olvido.
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